
El proceso de enseñanza-aprendizaje se reduce a la comunicación: una comunicación que es diálogo.
Y lo es en su mayor parte oral: imprevisible, natural, espontánea por más que planificada, integral. Es la persona toda la que comunica, la que transmite no solo los contenidos, sino su manera de abordarlos, su afectividad, sus valores.
A menudo nos perdemos en técnicas y estrategias, fijamos estándares y nos planteamos nociones casi quiméricas, como las competencias. Y nos olvidamos de que soy yo como persona quien se transmite, quien se dona en la enseñanza. ¿No habría que plantearse entonces cómo soy, cuáles son mis valores, cuál mi entusiasmo, mi visión de la vida, mi moral personal y mis habilidades de expresión? ¿No sería necesario preguntarnos si sabemos escuchar, ponernos en en lugar del alumno o incluso realizar sus mismas tareas para así entenderle mejor?
Busco, como miembro de una Facultad de Educación, alguna asignatura en la que se hable de la persona del docente: no como persona, sino como docente. Y no la encuentro. Y así andamos, perpetuando modelos que no saben que lo son.