
Un profesor de secundaria o de bachillerato pasea por el patio durante el recreo de los más pequeños. Se para y observa el comportamiento de los niños. Entonces, sin que se dé cuenta de ello, surge la comparación con los propios alumnos, los más mayores.
Lo primero que le llama la atención es el entusiasmo con el que juegan: parece como si canalizaran todas sus energías en la tarea que están llevando a cabo: en la persecución del ladrón que se escapa, en la línea imaginaria y la distancia que tiene que recorrer la canica, en el intento de que una nave espacial figurada recupere el control tras el impacto sufrido. Tienen mucha imaginación: no solo por recrear el espacio intergaláctico o vestirse a sí mismos con un inexistente uniforme de policía, sino por ser capaces, como esos otros niños de más allá, de convertir el arenero en un mundo de fantasía que los ojos del adulto no pueden contemplar.
Al profesor le llama la atención también la espontaneidad con que nace la interrelación entre los niños: claro que surgen entre ellos problemas de convivencia, pero se pueden resolver. Una de las maneras es revisar juntos el relato. Y es que los niños, con frecuencia, integran el juego en una historia de la que ellos son protagonistas activos: de ahí lo oportuno que resulta a veces mostrarles cómo en el relato de esa historia todo el mundo tiene su lugar.
En ese campo de juegos, es el propio niño el que se lanza a la aventura de observar y de explorar, pero también de encontrar oportunidades en un objeto y transformarlo: el niño es capaz de convertir cualquier piedrecita o cualquier palo en un instrumento. No solo es un incipiente científico, sino un hábil tecnólogo. Lo único que necesita es permiso.
Permiso: porque, más allá de la educación infantil y de los primeros años de educación primaria que nuestro profesor ha contemplado, el juego desaparece de muchas instituciones educativas o es restringido, bajo estricta vigilancia por parte de los profesores, al momento del recreo. Cuando encuentra cabida en el horario de clases, suele ser como mero recurso motivador, porque los alumnos están cansados o aburridos, o simplemente para romper con la rutina.
Dar permiso para jugar supone conocer o, al menos, presentir las potencialidades educativas que encierra un campo de juegos. Implica, además, asumir el papel protagonista del alumno en la acción, su capacidad de aprender y desarrollarse, y los logros que se pueden alcanzar cuando se da la posibilidad de convivir, interactuar e incluso competir sanamente.
Y como el protagonista, el que actúa, es el niño, dar permiso para jugar supone un riesgo, un cambio de mentalidad y de costumbres –de ethos–, una exigencia de que el propio profesor se forme para hacer frente a esta realidad tan olvidada… ¡y tan imprevisible a veces!